2. Así Empezó esta Amargura

Cuando uno entra a este mundo, no lo hace por iluminación divina. Uno entra, muchas veces, por pura y física necesidad.

Así empezó mi historia.

Yo trabajaba en el sector privado. Si a eso se le puede llamar “trabajar”. Eran empleítos mal pagados, jefes vivos que vivían del esfuerzo ajeno y condiciones laborales que daban risa (si uno no estuviera llorando por dentro). Años enteros dejándome la vida por unas cuantas monedas. Y no, no exagero. Eran chichiguas. Un sueldo que apenas alcanzaba para subsistir, no para vivir.

Menos mal, en ese entonces era soltero, sin hijos, sin compromisos, porque si no, habría terminado recogiendo latas o vendiendo minutos en una esquina.

Y fue ahí, justo en medio de esa precariedad laboral, cuando apareció la oportunidad: el bendito concurso docente.

¿Y qué hice yo? Pues lo que cualquier alma desesperada haría: me inscribí. Compré el PIN con unos compañeros que estaban igual de jodidos que yo, y sin tener la menor idea de cómo prepararme, me lancé. Sin esperanza real. Porque todo el mundo decía lo mismo: “Eso es muy difícil, entrar a la carrera docente es imposible.”

Y sin embargo… si... Pasé.

No como admitido directo, claro  (ya que la suerte nunca ha sido generosa conmigo). Quedé en lista de elegibles. Un limbo burocrático donde solo hacía falta que alguien renunciara para que me llamaran.

Y lo impensable ocurrió.

Pasaron unos meses y recibí la llamada.
Secretaría de Educación:
—“Usted es el siguiente en la lista de elegibles. ¿Está listo para asumir el reto?”
Y yo… solo pensaba en salir del infierno privado. Así que dije que , sin preguntar mucho. Craso error.

Cuando me presenté a firmar el nombramiento, me dijeron el lugar de mi nueva plaza...
Una vereda.

¿Lejana? Bastante.
¿Zona roja? Muy roja.
¿Yo sabía en qué me estaba metiendo? Para nada.

Pero acepté. Porque cuando uno está desesperado, hasta el abismo parece una salida.

Solo después supe la verdad: la plaza a la que me enviaban ya había sido ocupada por otro docente. Uno que había pasado el concurso, aceptado la plaza… y renunciado sin decir ni pío. Abandonó el cargo. Huyó. Se largó sin mirar atrás.
Y con razón: era una zona controlada por paramilitares, de esas donde no llega ni la señal del radio.

Así empezó mi carrera en el magisterio colombiano.
En una vereda perdida en el mapa. Sin FM, sin AM, sin Dios ni ley.
Con el miedo como compañero y la ingenuidad como brújula.

Ahí entendí que esto no era solo enseñar.
Era sobrevivir.

Y créanme… esa fue apenas la primera clase.

El Profesor Amargado
Sálvese quien enseñe.

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